dimarts, 13 d’octubre del 2020

LOS LÍMITES EN LA CRIANZA. Algunas ideas.


Algunas corrientes ideológicas sobre crianza piensan que no hay que “poner límites” a los niños. Aducen que poner límites es un eufemismo de reprimir.

Si esta es la interpretación que hacen de este concepto yo también estoy en contra de reprimir a un niño para acompañarle en su crecimiento.

Pero es que a veces solo se trata de disquisiciones semánticas o conceptuales. Y por eso es tan importante antes de entrar en polémicas definir lo que cada uno entendemos por poner límites.

Y es que quizás la confusión está en el concepto de “poner” límites y sería más adecuado decir “enseñar” los límites.


Los límites son necesarios cuando se enseñan con amor y empatía, cuando somos capaces de hacerle entender al niño que comprendemos sus sentimientos ante la dificultad que supone aceptar límites, lo que se conoce como “validar sus sentimientos”.Y este es quizás el elemento más valioso que le podemos aportar, ya que le enseña a navegar por el mar de sentimientos y emociones que recorremos los seres humanos en nuestra vida. Le ayuda a conectar con su mundo interno y por tanto a autoconocerse. Y sobre todo, enseñarle que los sentimientos o emociones no han de ser juzgados como buenos o malos.

El primer límite que conoce un alma es el útero. Lo describe muy bien el Ser que es acompañado en su encarnación por los autores del libro “Los nueve peldaños”

Explica como una de las sensaciones más incomodas es adaptarse al estrecho espacio físico del útero viniendo de una experiencia ilimitada en otros planos de existencia. Y esa es la primera prueba de que la biología en si misma ya está marcando unos límites muy claros y definidos.

Y es que venir a este mundo de dualidad y baja frecuencia vibratoria, un mundo denso como ninguno, conlleva una dificultad importante.

Pero a la vez, ese útero, después, una vez adaptado, le ofrece contención y seguridad, es por lo tanto un límite necesario para su primer aterrizaje. Pero también será este límite uterino el que cuando aprieta al bebé le empuja a cambiar de situación, a salir de ahí, siendo el acicate para la primera experiencia iniciática de esta vida, nacer.

Sería pues un límite que ayuda a dar un salto importante en la evolución del bebé.

También es un límite, después de nacer, el cuerpo de la madre que le va mostrando donde empieza él y donde el otro.

Es cierto que la situación respecto a los límites cambia radicalmente cuando hablamos de los primeros meses de vida, lo que se ha dado en llamar, extero gestación - 9 meses de vida extrauterina - a cuando lo hacemos en un niño a partir de esa edad. Ya que en estos primeros meses o incluso un año de vida no tiene sentido hablar de enseñar límites, algo que suele suceder sobre todo a partir de aproximadamente los dos años.

Simbólicamente el límite es el recipiente para un líquido que sin él se desparramaría, como se desparrama la psique o el mundo emocional de un niño, que no sabe dónde acaba su campo de acción y busca y busca ansiosamente para encontrarlo. Lo cual explica las conductas provocadoras reiteradas de muchos niños que solo se calman cuando los padres le dicen basta, un punto de inflexión donde algo cambia y la tensión se relaja aunque haya llanto o enfado. Y ahí es donde hay que validar su sentimiento, haciéndole entender que si bien su acción no ha sido adecuada, sí lo es lo que ahora siente.

La convivencia con otros supone conocer nuestros límites y los de los demás. Y como nos muestra la ley natural no hay que dañar al otro de ninguna manera, y eso viene grabado ya en el alma de cualquier ser, aún si después, por circunstancias diversas, queda en su inconsciente.

Estamos en una experiencia de dualidad donde circular por este mundo supone encontrarnos con diferentes situaciones de todo signo y donde son necesarias herramientas que nos permitan vivir lo mejor posible.

Conocer y ubicar correctamente los límites propios nos ayudará a saber discernir entre lo que quiero o no quiero que entre en mi vida. Nos enseña a auto protegernos, si bien es cierto que la mejor autoprotección es un estado de armonía, y autoconfianza que mantiene nuestra frecuencia vibratoria a nuestro mejor nivel y de manera estable.Pero para conseguir esto se requiere todo un trabajo previo donde los límites tienen un papel importante.

Enseñar límites

Un adulto enseña sus límites a su hijo y así el niño aprende los suyos, porqué tener claros los propios límites es mejor manera de prevenir abusos de cualquier índole.

Los niños que no conocen sus límites son probables víctimas de abusos en el futuro. Pero también pueden polarizarse en el lado opuesto y mostrarse tiranos, caprichosos e imposibles de satisfacer, lo que parece decir a gritos que necesitan que alguien les indique hasta donde pueden llegar y qué línea no pueden traspasar, en la relación con otras personas.

La persona o el niño que conoce sus límites emana algún tipo de autoridad interna, a través de su gestualidad, de su estar, de su presencia, o de su campo energético, que deja muy claro a los demás que no va a dejar que le invadan o abusen de él, a la vez que lo hace atractivo y una compañía deseable por sus compañeros por su seguridad, su carisma y su capacidad de liderazgo.

Cuando le digo No a un niño que va a cruzar la calle ¿le estoy poniendo un límite?

Cuando el niño está enfadado y me pega o muerde y le digo que No ¿le estoy poniendo un límite?

Pues sí. Son límites y bien necesarios, tanto por su seguridad física como por el hecho de enseñarle que hay que respetar al otro y que su acción puede doler.

En un mundo ideal, que todos deseamos pero aún no tenemos, los límites prácticamente no serían necesarios, porque primarían la armonía, la empatía y el amor en las relaciones. Pero si nos atenemos al mundo que tenemos ahora mismo, hemos de saber cómo proceder cuando un niño tiene un comportamiento provocador.

Muchas madres y padres están haciendo lo mejor que saben o pueden en la crianza de sus hijos, leen, se informan, cogen ideas y estrategias para solventar situaciones que les sobrepasan.

Para evitar seguir hablando de madres y padres y evitar el pesado e ideológicamente impuesto lenguaje inclusivo, a partir de ahora me referiré a uno u otro, o ambos, como los padres, igual que cuando me refiero a los niños.

Y esto pasa cada día, lo he visto continuamente en la consulta. Un bajísimo porcentaje de padres no tienen que lidiar con este tipo de situaciones, pero el resto se encuentra cada día con ellas.

Por eso están muy bien las bonitas teorías de crianza sin límites, pero parecen incompatibles con los propios sentimientos del adulto cuando se siente enfadado o irritado por el proceder agresivo o provocador de su hijo. Toda la teoría, a la hora de la verdad, se torna en frustración por la falta de coherencia entre la emoción de los padres y la teoría, lo cual es todavía peor.

Nos dicen que la base de la crianza tiene que ser “complacer” pero no es posible, a la práctica, estar continuamente complaciendo las demandas de un niño. Decir que no en ciertos momentos, oponerse a algunas de las cosas que el niño quiere conlleva necesariamente el displacer. Y también hay que enseñar al niño, entonces, a complacer a los demás, en este caso a sus padres y eso requiere que unos y otros tienen que ceder para que se mantenga un buen equilibrio en la convivencia. Y eso, los niños, son perfectamente capaces de entenderlo.

 Y no hemos de olvidar que un niño es un ser humano en formación, inmaduro, en etapa de aprendizaje y que los padres son sus mentores y referentes, y eso pone de manifiesto una jerarquía.

Es cierto que complacer a alguien, que significa compartir placer con esa persona, es bello, amoroso y generador de armonía, es indiscutible, pero si el precio que hay que pagar por complacer siempre a alguien es que una de ambas partes lo hace sacrificándose y a expensas de su placer, entonces ya no es com-placer, sino solo dar placer al otro.

Este es un asunto donde entra en juego lo emocional. Pero no solo las emociones del niño sino también las del adulto, y básicamente las del “niño interno” del adulto, que a menudo no es consciente de estar ahí en medio, pero está. Y genera conflictos por no haber sido un niño atendido y amado.

A la hora de la verdad no sirven de mucho las fórmulas fáciles en que se le requiere al adulto una madurez emocional de la que carece o que es incapaz de ejercer en ciertos momentos.

Con un esfuerzo importante un padre puede ir relegando y acallando las exigencias de su niño interno e ir diciéndose que es un adulto, que es maduro, que tiene que dejar de lado cuánto le desgasta atender a su hijo. Pero todo esto acostumbra a ir barriéndose bajo la alfombra del mundo subconsciente y siempre acabará perjudicando de una u otra manera, a dicho padre y de rebote a su hijo.

Pequeño interludio optimista: la crianza también da mucho placer aunque ahora me centre solo en el conflicto.

Esa madurez adulta impuesta, llegará un momento en que se resquebraja a pesar de los esfuerzos, de las recomendaciones de ser empático, de relegar sus emociones negativas, su ira, su impaciencia. Y cuando esto llega a un punto de saturación se desencadenan procesos que dan paso a toda esa fuerza interna reprimida y que pueden salir como agresividad, que generalmente es secundaria, en el sentido que se manifiesta con toda su carga acumulada ante un estímulo que no lo merece. La típica gota que rebasa el vaso.

O bien se torna en autoagresión y se manifiesta en emociones o pensamientos de culpa o finalmente somatizando con síntomas físicos o enfermedad en el adulto.

Y aunque aparentemente un adulto siga las consignas de buen padre que reza la teoría, si no hay una coherencia profunda con su mundo interno y con ese niño interior, casi siempre desatendido, se establecen igualmente relaciones en los campos energéticos y sutiles que transmiten mensajes al mundo oculto de la psique del niño.

Dichos mensajes, que escapan a la consciencia de todos, crean confusión en la criatura por ser contradictorios e incoherentes.

Una madre que sonríe y habla con forzada voz suave a su hijo explicándole que no debe hacer algo, que esto no está bien, pero se siente rabiosa, con ganas de gritar y a veces incluso de dar una bofetada al niño, está emitiendo un conjunto de datos contradictorios. Los niños detectan la falsedad, y el doble mensaje les crea una disociación interna, que les genera confusión y sufrimiento.

Esa niña interna de la madre que está ahí gritando y peleando por ser atendida es tan importante como el niño real ya que una madre agotada que no cuida su armonía interna, no puede ofrecer una atención genuina y de calidad a su hijo, en todo caso lo hará solamente de manera superficial.

Los padres que no saben enseñar límites son aquellos que desconocen también sus propios límites. Algunos padres me han confesado la falta de límites en su infancia con una adolescencia plagada de situaciones de provocación, siendo desafiantes y pendencieros, llegando incluso a cometer delitos,  y que sólo han encontrado la paz interna en contextos de cierta restricción como algunas religiones donde el rol de Dios-Padre es muy marcado y excesivamente represivo, según mi entender. Una clara muestra de la necesidad de esos límites que arquetípicamente se relacionan más con la paternidad.

Sólo cuando la madre o el padre, atienden, escuchan, empatizan y cuidan a su niño interno, crean el espacio ideal, el parque de juegos donde ambos niños pueden jugar y sentirse amados, sin competencia.

Y es cierto que, generalmente, el niño interno es menos demandante y necesita menos tiempo y energía para quedar satisfecho que el niño real. No en vano lleva muchos más años lidiando con el mundo emocional y pidiendo atención por lo que es como el perrito abandonado que agradece el menor gesto de amor y con eso le basta.

El campo energético

Cuando se entra en un bucle en donde la energía personal sale de su lugar habitual, se desparrama por fuera del cuerpo y se pierde el centro, se suele manifestar en forma de rabieta o pataleta en un niño. Análogo a un ataque de histeria en un adulto, generalmente mujer, o a una pelea violenta entre dos hombres.

Son como un fuego desatado, la pasión o la fuerza vital desordenada expresada en su máximo poder.

Si, como nos explican estas corrientes de crianza, aún con su mejor intención, nos limitamos a hablar sosegadamente al niño con la pataleta a explicarle porqué debe dejar de patalear; o hacerse amigo del que en aquel momento representa a su airado adversario; a hacerle reflexiones sobre la manera más razonable de proceder ante ese conflicto o a hablarle de que hay maneras de resolver las cosas pacíficamente, nos encontraremos ante un muro infranqueable, la energía desbordada del niño incapaz de escuchar.

Eso no es óbice para que le hablemos y expliquemos a nuestro hijo ya desde el minuto 0 lo que le queremos transmitir, pero siempre desde la calma y la serenidad, donde hay receptividad. Igual que es bueno hablar y hacer reflexiones sobre lo que ha pasado; sobre los sentimientos que se han generado en todos los actores del drama; sobre la adecuado o inadecuado de ciertas actitudes o acciones, sin que eso signifique juzgar a la persona.

El niño, en nuestra explicación, escucha la letra y la música, y es sobre todo la música (el tono, el ritmo, la armonía de nuestro ser) lo que le va a calmar, enseñar y estimular. Como cuando le explicamos un cuento.

Un enfoque mental e intelectual en estos casos está totalmente fuera de lugar y es ineficaz. Como lo es decirle a una histérica que no hay razón lógica para ponerse así o argumentar a los sujetos de la pelea que lo resuelvan pacíficamente. Ninguno de todos estos va a escuchar ni entender ninguno de esos intentos. La emoción y energía desbordadas se sobreponen a la esfera intelectual.

Hay corrientes tibias y “buenistas” que se sostienen en el plano teórico pero no encuentran soluciones en lo práctico, en lo domestico y cotidiano. Como todo lo que tiene un predominio de la esfera intelectual o mental, son muy convincentes con su argumentación pero pierden su energía en teorizar y denotan fallos y dificultad para abordar los aspectos más concretos y terrenales. Es la supremacía del mundo de los conceptos que tanto ha valorado nuestra ya vieja y decadente civilización.

Por el contrario, tampoco creo que los “cachetes” sean un método adecuado en la crianza. No tanto por el hecho en sí, si entendemos por ese término, cachete, simplemente un toque de atención sobre el cuerpo físico que no es especialmente doloroso, aunque sí humillante.

No creo que humillar sea la manera adecuada de criar ni de tratar a otro ser humano. Corregir, enseñar, avisar…no necesitan de la humillación. Y tampoco necesitan una intromisión agresiva al cuerpo físico.

Y como siempre, en esto, lo más importante es la intención, ya que por ejemplo, los maestros zen usan golpes de vara para “despertar” a sus discípulos, sin que suponga humillación ni violencia. O cuando dos amigos adolescentes ruedan por el suelo pegándose como juego, también están invadiendo el cuerpo físico del otro, y a veces sus golpes les duelen, pero saben que la intención es lúdica.

Pero el cachete que emerge de una incapacidad de quien lo da y no sabe actuar de otra manera, demuestra una debilidad y falta de autoconfianza y seguridad del adulto, ya que la verdadera autoridad no necesita ese recurso.

Ante un niño que está provocando, un tono de voz, una expresión corporal o facial, una mirada directa a los ojos, todo desde la serenidad y la confianza, son mucho más eficaces y ejemplificadoras para el niño. Le estamos enseñando también cómo proceder ante cualquier intento de agresión hacia su persona. Y así lo aprenderá y pondrá en práctica cuando sea necesario.

Si el cachete y la humillación es lo único que un padre sabe hacer ante un conflicto, le estará enseñando al niño que ese comportamiento es el correcto y adecuado y así, se va perpetuando por generaciones.

Pero aun así, es menos grave un cachete ocasional y no institucionalizado como método de crianza que una falta de contención y límites, continuada y crónica.

Lo primero es evidente y crea una reacción de oposición en el niño, es más claro y transparente. Creo que en el fondo el niño detecta la debilidad del padre y puede perdonarlo.

En cambio lo segundo crea desconcierto, ansiedad, incapacidad de ubicar qué es lo que le genera todos estos sentimientos y que le suelen llevar a buscar de manera hiperactiva y caótica dónde está ese límite contenedor. O a ocupar excesivamente un espacio ilimitado, una desmesura que es incapaz de ver al otro, centrado en sí mismo, en su insatisfacción, en su miedo y que a menudo se expresa como capricho o tiranía, en esta búsqueda descontrolada. Un mundo donde lo único que cuenta es él y sus deseos que van creciendo y creciendo exponencialmente a medida que le son concedidos, una codicia sin fin. El conocido niño malcriado.

No limitar es sinónimo de dejar que el niño haga lo que le da la gana. Lo he comprobado en muchas familias en la consulta, donde poder hablar, comunicarnos y tener un poco de tranquilidad era una misión imposible.

¿Por qué no enseñar al niño que no hay que pintar las paredes? Mis hijos nunca lo han hecho en casa y de esta manera saben que tampoco pueden hacerlo en casa ajenas. De la misma manera que no se les deja meter un instrumento metálico en el agujero de un enchufe por su propio bien.

O decirles que hay que pedir permiso en espacios ajenos para coger objetos que no nos pertenecen, por ejemplo. En las salas donde se practican las artes marciales los maestros siempre enseñan a sus discípulos a entrar con respeto y silencio y he visto milagrosamente como niños conflictivos en la escuela o en casa, cambian completamente su comportamiento en estos espacios.

Un niño sin límites es un conflicto en cualquier situación social, genera problemas, discusiones, malas caras y deseos de librarse de su compañía. Todo esto va entrando en el inconsciente sensible y altamente perceptivo de dicho niño y le añade más y más peso y culpa y por tanto, más comportamiento indeseado.

Enseñar límites es enseñar a respetar y honrar al otro, siempre que los adultos también respeten y honren al niño. Es la mejor manera de prepararlos para ser empáticos en su propia vida y tener en cuenta las necesidades del otro.

El niño debe aprender que sus padres también necesitan ser respetados y que no siempre puede hacer lo que quiere. Eso son límites, y lo ideal es que se llegue a este punto con armonía pero sabiendo que para eso hay que haber dicho muchas veces No en la crianza.

He visto muchos padres que no son capaces de decir No y eso crea situaciones verdaderamente descompensadas y conflictivas donde el niño se convierte en un tirano que siempre hace su voluntad. Y cuando digo tirano no estoy “culpando” al niño, ya que esa tiranía solo es una consecuencia de una actitud paterna.

La ausencia del sagrado masculino.

No sé hasta donde se puede responsabilizar al feminismo, o mejor dicho a este feminismo actual, producto de toda una agenda de género donde se mezclan una serie de conceptos desestabilizadores y que llevan hacia el transhumanismo, de gran parte de estas tendencias de crianza tibias y faltas del arquetipo del padre.  

El patriarcado, según esta ideología, es el gran culpable de todos los males. Esto ha debilitado a muchos hombres y por extensión a lo que significa “lo masculino”, una energía presente en hombres y en mujeres, que debe estar en equilibrio con “lo femenino”. Lo sagrado y honorable de ambos conceptos en justo equilibrio.

Este denostado patriarcado se ha llenado de culpa, de ataques, de estigma hacia lo que en realidad significa su nombre, “patri” (de padre). Y este estigma ha empequeñecido y contraído la energía masculina y tal vez con ello, el miedo o prejuicio respecto a la aplicación de límites, cualidad inherente a la columna paterna y masculina del árbol de la cábala, por poner un ejemplo ilustrador. Obviamente no digo ni deseo que el padre esté por encima de la madre o el hombre de la mujer, siempre tiene que haber un equilibrio. Pero tanto ataque al patriarcado, ahora, cuando ya no ha lugar, solo sirve y consigue dividirnos y crear lucha entre ambos sexos y tal vez, menospreciar las cualidades de lo masculino.

Los límites dan seguridad, como las rutinas que también son un tipo de límite. Si bien es cierto que en los primeros meses es el bebé quien marca sus rutinas o el que sabe cuándo quiera mamar o dormir, más adelante le ayuda a sentirse más seguro y confortable saber que existen unas rutinas sin rigidez.

Igual que hay ciclos en la naturaleza; el día y la noche; las estaciones; los ciclos cósmicos y astrológicos; los ciclos lunares.

Igual que la propia biología tiene sus ciclos que varían relativamente poco de individuo a individuo, se nace a los 9 meses, la dentición y el gateo, inician entre los 6 y 8 meses, la bipedestación y marcha entre 11 y 14 meses, etc. etc. lo cual nos demuestra que la propia naturaleza y la biología tiene unos límites bien claros y definidos con ligeras variaciones individuales.

Aún con todo esto soy del parecer que el niño debe crecer en la máxima libertad, que estos límites necesarios y enseñados con amor, permiten. Por ejemplo, soy partidaria de la experiencia de Summerhill de A.S. Neill, en lo respectivo al aprendizaje, una escuela única y pionera de la enseñanza libre. Creo que los niños deben ser totalmente libres de elegir qué es lo que desean investigar, aprender o experimentar en cada momento, sin imposición de currículos ni planes educativos.

Pero eso ya daría para otro escrito…..

 

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